Navegamos sobre el arroyo La Tinta desde su confluencia con río Paranacito. La expectativa es conocer los cipreses calvos o Taxodium, como le dicen los isleños al único árbol que puede sobrevivir dentro del agua. Sus raíces están dadas vueltas como piernas entrelazadas, dando a luz figuras espectrales alrededor de los troncos de los árboles que, en fila india, pespuntean la orilla del arroyo Sagastume. Esta es la hora en que una ciudad sumergida se refleja idéntica sobre sus márgenes y las garzas con sus alas abiertas, bailan. El río está gordo y el alimento abunda. Nos detenemos por un momento frente a la isla Victoria a escuchar el silencio rasgado por trinos y pasos lejanos de jabalíes y ciervos.
Llegamos al río Uruguay, que se abre en una bandada de gaviotas, navegamos al compás del golpeteo de las olas bajo un sol descarado. Las costas del Uruguay están a la derecha y en un semicírculo plateado la dejamos atrás. El regreso es largo y silencioso. La ciudad de agua se ha dormido.

EVA ISABEL RUIZ BARRIOS

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