Entran los autos bajo los húmedos mechones de lapachos.

Atrás cierra las alas un portón de hierro.

La muerte quiere entrar, el portero se opone.

Hay hojas de otoño detrás de los abrigos,

mares ocultos en los ojos felices.

El viento de las hadas va encendiendo los rostros,

semejanzas como un bien de familia

y la fiesta comienza:

fuegos de artificios,

cascadas fulgurantes,

años que explotan en el aire.

Una limusina cruza el parque.

Ella, ajena, baja sonriendo,

se arregla el vestido con el destello de una mariposa.

Las botellas de champagne convergen en una balacera.

La muerte siente los corchos clavándose en el pecho.

El pie pide tregua.

El paso pasa y lo mira.

El pie está anclado

y no quiere o no puede

otro movimiento que la inercia.

El paso pasa y lo mira,

hace fuerza,

guiña un ojo,

trastabilla.

La tierra no está ahí cuando el pie pisa.

El paso pasa.

y es como si fuera a habitar un secreto.

Con unos garabatos hice la cena.

De una canción vieja, una vela roja.

Sacamos la basura, apagamos las luces.

Ahora soy la chica que está sobre tu piano.

Hace siete siglos y algunas plumas la casa del tordo fue incendiada en una guerra de halcones contra jotes y desde entonces deja sus huevos por ejemplo al estable hornero que ama con amor de madre y le leudan los pichones como ternura entre las hojas.

Eva Isabel Ruiz Barrios