Victoria 

A lo lejos, el manto de la noche ha dejado un retazo extendido sobre el horizonte. Cruzamos el Chajá con su laguna y sus pobladas sombras. Ramilletes de pájaros ascienden desde la orilla de la ruta hacia los cultivos espigados. El gran rey se dirige como una pelota en llamas hacía el arco que forman los cirros.
Ascendemos y descendemos en una sinuosidad que bien pudiera ser el vuelo de un pájaro.
A veces, la belleza es una lengua extranjera cuyos gestos son inaprensibles.
Las palabras se posan en las ramas. Un gran riacho cruza por el noroeste la ciudad de Victoria, empotrada en una loma con sus calles angostas y bocacalles cerradas. Su historia está grabada en el rostro de sus edificios antiguos y en los mohines de su río. En su puerto arrinconado en un extremo del muelle, abundan las pequeñas embarcaciones. Río adentro, los barcos pesqueros arrían con su palo mayor, las nubes.
Veo una placa de bronce en la fachada de un edificio antiguo, junto a otros apellidos resalta uno: Anadon y, encuentro los versos de Ligia, leídos alguna vez en la intimidad de “Juguetes como niños”. Más allá encontraré a Muñoz, Carriego, Mastronardi, Ortiz. Y muchas otros más, regresaré a estos lugares, entre sus páginas.
Escribir es encontrarse.
La calle sube hasta el mirador de la Virgen de Fátima y allí como si explotara se abre hacia todos los costados, el país de los árboles. Nuestros ojos echan a volar. El río se ensancha frente a las escalinatas de la costanera y como una víbora se pierde entre el follaje agreste.
Más allá, lo estrangula la mano del hombre. Después vendrá la Abadía del niño Dios, el Monte de los Ombúes, el Cerro de la Matanza.
Algunos sacan fotos, yo me llevo palabras nuevas encontradas entre las hojas de las bandurrias y los cuesillos, cantos de bigua, urataú y las traslado en medio de la noche.
Escribir es transportar.
Ramas de sombras se rinden a los rayos del alba que iluminan como fósforos la ciudad de las cinco colinas.

EVA ISABEL RUIZ BARRIOS

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